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miércoles, 27 de octubre de 2010

Sin amor, tiempo ni cólera I

La endeble balsa de cartón y botellas apenas podía remontar el río que cada vez parecía estar mas embravecido, el viejo al comando de la nave, luchaba incansable por mantener su embarcación a flote, pero las aguas embestían con furia y el cartón poco a poco iba cediendo ante la natural acción del agua, los químicos y los demás componentes de un río corrompido por años de inconciencia. De repente la tormenta pareció calmarse, el cielo permaneció oscuro pero tranquilo, y al fondo, una vez dispersa la nube de toxinas, ella apareció angelical, casi etérea, surcando las aguas en una nave que parecía emular la concha rodeada de querubines de la que emergió Venus; el viejo enardecido por la visión recuperó el aliento y armado con una tabla, que usaba como remo, retomo la tarea de remontar las aguas y llegar hasta su diosa. Remó incansablemente, con una determinación que nunca tuvo para nada mas en la vida, y cuando ya casi alcanzaba su objetivo, la tormenta se reanudo con mayor fuerza, las aguas se arremolinaron y una poderosa lluvia, que no era ácida si no salada, se desgajo con una voluntad que solo podía ser demoníaca. Poco a poco el cartón se convirtió en una masa deforme, y las botellas dispersas ni siquiera alcanzaron para hacer de salvavidas, el viejo se hundió poco a poco, la oscuridad del río le derritió los ojos y muy lentamente sus pulmones se fueron llenando de agua mugre; hasta que un golpe certero en la cabeza le quito la conciencia.
El frío de la mañana lo despertó muy temprano, lo suficiente como para que los viajeros que debían pasar por el semáforo de la 68 con 68 para llegar a su trabajo, le pagaran la primera botella de vodka del día. Tras media hora de regateo, sumada a las 3 horas que le llevo mendigar 18 mil pesos, el viejo salio con una sonrisa de satisfacción desdentada, agitando casi maravillado la botella de vodka que apenas se asomaba de la bolsa de plástico negro. Camino una vez más hacia el carro de balineras que a utilizaba a veces para recoger botellas vacías y ganar algún dinero, eso cuando la mirada de perro, los harapos y comentarios sobre alguna conspiración mundial no bastaban para que la lastima le llenara el estomago y le atrofiara el hígado. Jonathan Jeremiah Peachum se hubiera sentido orgulloso de él, desde hace años que buscaba la forma ideal para la su labor fuera más fácil, pues cada día se hacía más difícil mendigar, más difícil infundir lastima en la gente, ya ni las deformaciones ni las mutilaciones hacían efecto; la gente ya tiene suficiente drama en los noticieros como para impactarse, ahora se necesita una figura triste y el carisma que solo puede dar la paranoia, la literatura y un poco de dislexia.

Después de una hora de empujar su carrito de balineras llegó a un pequeño parque por la calle 100 cerca de la 15, allí se deshizo de primera botella de vodka vacía y se termino el pan, antes de retomar su camino pasó una vez más, como tantas veces antes, por su antiguo apartamento, miro hacia el tercer piso con nostalgia, y continuo sin mirar atrás. Tomo la 15 para seguir hacia el norte, y destapó la segunda botella de vodka, pero esta vez empezó a beber con moderación, no por temor a desplomarse de la borrachera, si no por que sabía que a los ricos es más difícil meterles lastima, ellos son más frágiles a la intimidación o la violencia. Aún así la borrachera lo alcanzó antes de llegar a la 116 y se desplomó en un andén, como siempre lo hacía, con la tranquilidad que le daba el cancerbero, como solía llamar a los tres delgados perros que lo seguían a todas partes, todos sarnosos y famélicos, tan lastimeros que un perro completo no podría construirse con partes de los tres. Un pequeño radio que mantenía a bajo volumen tocando radio recuerdos, le robo una sonrisa a un par de peatones. Una lluvia suave lo obligó a despertar.
Caminó una vez más el camino conocido por sus sentidos, el parque, las fachadas elegantes, los perros finos dejando sus desechos delicadamente sobre la grama; al final la casa grande, el sólido portón de madera, la pintura blanca imperturbada por lo años, el triste gnomo resguardando el jardín ... Todo el paisaje resultaba tan familiar que parecía parte de su vida, como si viviera vidas paralelas, la del vagabundo y otra, donde nunca había renunciado a lo que le pertenecía por derecho y la vida no se había encargado de quitarle la fe y el amor por todo lo que alguna vez había conocido.
El procedimiento era sencillo, todas las tarde se sentaba sobe su carro, y entre las 4:30 y 5:00 un Peugeot 307 color plata se estacionaba sobre la pesada puerta de madera lacada, caprichosamente adornada con una aldaba en forma de león, y una dama ya madura descendía casi celestialmente, sin darle importancia a la figura harapienta y desaliñada que la observaba sin moderación.
Marisol- dijo en voz baja, recordando a esa misma mujer, un poco más delgada y con los cabellos más oscuros el día en que la abrazo desnuda y le prometió que la amaría para siempre. Eran días diferentes, pensó; una época de la ya casi no tenia recuerdos, la época en que el todavía tenia familia, casa, comida, amigos, pero sobe todo libros y suficiente dinero para atiborrarse de alcohol todos los fines de semana.

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